solana:


(del lat. solana)

f. Lugar o sitio donde el sol da de lleno. || Galería o habitación de una casa destinada a tomar el sol.

Chocolate con sabor a esclavitud



Mientras estaba sumergido en una de mis lecturas nutricionales (para el conocimiento) encontré una historia interesante, la de los niños esclavos de Benín.


En resumen estos son los datos de la información inicial que me llevaron a investigar más:



  • Las potencias del mundo están preocupadas por el precio de la gasolina, pero toman a diario chocolate y cacao en polvo que procede de la recolección hecha por miles de niños esclavos en Costa de Marfil.

  • Costa de Marfil en la actualidad, es el primer productor mundial de cacao y para ser competitiva esclaviza desde hace unos 20 o 25 años en sus plantaciones a niños, que proceden de su vecino Benín.

  • Esta nación, en la actualidad, es el primer productor mundial de cacao y para ser competitiva esclaviza en sus plantaciones a niños que proceden de su vecino Benín, comprados por traficantes benineses.

  • Benín es uno de los países más pobres del mundo, que tras conseguir la independencia de los franceses en 1960 se sumergió en un régimen comunista y ahora desde hace dos años está gobernado por el presidente Boni Yayi.

  • Este mandatario lucha contra el analfabetismo, la miseria y el tráfico de miles de niños benineses que trabajan de sol a sol, comen ratas fritas, duermen en medio de las plantaciones o la selva, contraen enfermedades mortales; sobreviven en un régimen de esclavitud permitido, en Nigeria y Costa de Marfil.

Para más detalles pueden entrar a El UNIVERSAL


Seguimos investigando y encontramos una historia interesante, la que le vamos a mostrar en dos partes, desde hoy la primera.




NIÑOS ESCLAVOS EN BENIN, LA TRAGEDIA DE SER NIÑO BENINES (1 de 2)


Artículo completo en ELMUNDO.es

ESCLAVOS A LOS 7 AÑOS

EXCLUSIVA. Los dos reporteros viajan hasta Benín, en Africa, y Pakistán, en Asia, para comprobar la más atroz de las crueldades sobre los seres más indefensos. La realidad supera cualquier fantasía de terror

Assaba no mira nunca a los ojos. No ha sido fácil conseguir que lo haga a la cámara. Tampoco le vi sonreír en las tres horas que estuve con él, algo casi impensable en un niño africano. Bajo la levedad de su ser se presenta haciendo una casi imperceptible genuflexión con los ojos clavados en el suelo. Apenas se mueve. Sólo sus dedos retuercen incansables el extremo de su camiseta agujereada. Habla bajito, casi en un susurro, como temiendo que los espíritus gree-gree del templo del Vudú, donde nació, pudieran oírle. Ha sido vendido, traficado, esclavizado, y rescatado. Y no tiene más que nueve años...

Le encontramos en Zakpota, una comarca del sur de Benín, el pequeño país de la costa occidental africana. La entrevista se produce bajo la sombra de un enorme baobab, en la explanada que hay frente al colegio de su aldea, a las horas de medio día cuando los niños salen a comer a sus casas. Sus compañeros desfilan a su lado cantando y diciendo adiós con la mano. Él se queda, obediente, mientras sus tutores de Tierra de Hombres -la ONG que contribuyó a rescatarlo del infierno- ayudan en la traducción de su lengua, el fon puro. Tarda casi media hora en comerse el pequeño cruasán para evitar el acecho del hambre a la hora de comer. Cualquier otro niño -africano o europeo- lo habría devorado en un instante. Pero Assaba se lo come miguita a miguita, como si tuviera que dar tiempo a su pequeño estómago a asimilar el inesperado banquete. No hace mucho calor. El cielo está cubierto -es la época de lluvias- y corre una agradable brisa. Sólo los callos en sus manitas, que se frota sin cesar, avisan sobre la magnitud de la historia que vamos a escuchar.

ESCLAVO EN CANTERAS DE NIGERIA

Celestine, su madre, era sirvienta en uno de los muchos templos que la religión vudú tiene por la zona. Allí, entre ritos, magia y tradiciones, nació Assaba. Único varón de ocho hermanos, su infancia -paradójica palabra si tenemos en cuenta que hablamos de un crío de nueve años- transcurrió como la de cualquier niño africano del país: a los 10 meses ya andaba, a los 20 ya se subía a los árboles, a los 30 ya ayudaba a su familia en las labores del campo, a los 40 ya era un experto en encontrar leña y a los 50 fue a la escuela por primera vez.

Le gustaba mucho. Sentado en aquellos viejos bancos de madera de teca, tuvo consciencia de lo que quería ser de mayor: profesor para poder conducir una moto, como el suyo, y saber interpretar aquellos dibujos tan bonitos que le miraban desde la pizarra. Le encantaban las canciones que aprendía y que luego repetía incansablemente por la noche en la choza de su concesión (aldea) mientras su madre le limpiaba con ternura los bichitos de la cabeza. Su inseparable amigo Silván le acompañaba siempre en estos viajes de la aldea al colegio y del colegio a la aldea, compitiendo contra los pocos coches que pasaban por el polvoriento camino y acumulando pequeños tesoros bajo las piedras de las veredas.

Pero aquella tarde todo cambió rápidamente. Todavía no había cumplido siete años cuando un desconocido llegó a su choza. Habló de él con su padre, le señaló varias veces, le entregó una radio nueva y dinero. No lo vio más. Al día siguiente, su padre le anunció lo que ya intuía: «Dentro de tres días te vienes conmigo a Nigeria». No le dio más explicaciones. Él tampoco las pidió. Escuchando aquí y allá entendió que iba a la casa de la otra esposa de su padre, al otro lado de la frontera, a fregar platos. No le extrañó. La mayoría de los niños de su aldea desaparecían a su edad para irse a trabajar o estudiar a la ciudad con algún amigo o pariente. Le gustó la idea: por fin iba a poder viajar en coche, ganar dinero, ver mundo...

La última noche, su abuelo le dio los típicos consejos: «Ten cuidado con los desconocidos; no salgas solo de noche; no bebas agua de los charcos...» ¡Pobre anciano! No sabía el infierno que le esperaba a su nieto. El coche partió a la mañana siguiente. Su madre se despidió sin lágrimas. No le dijo nada. No se atrevió. Sabía que cualquier protesta suya, en un país donde la mujer es menos que un cero a la izquierda, sería considerada como un ataque de celos por llevarse a su hijo mayor a vivir con la otra esposa de su marido. Su padre conducía. Él iba atrás con otros dos niños que no conocía. El viaje duró un día entero y cambiaron varias veces de vehículo. Sólo recuerda los billetes que su padre tuvo que dar a los policías nigerianos para que les dejaran pasar.

Su madrastra le recibió sin mucha ceremonia. Sólo le preguntó su nombre y le señaló un rincón en el suelo donde estaba la vieja estera en la que dormiría. Los otros niños desaparecieron. Era una casa grande, en un barrio a las afueras del pueblo de Ibara, en la comarca nigeriana de Abekouta. Fregó, barrió y esperó durante tres días. Al cuarto apareció otro niño un poco mayor que él quien le explicó cuál iba a ser su trabajo a partir de entonces. «Luego vendrá un camión y nos llevará a una cantera. Allí tenemos que romper piedras y cargarlas en vehículos. Viviremos allí mismo. Los fines de semana podrás venir aquí si quieres».

El camión apareció por la tarde cargado de niños. Una hora más tarde les dejaba a él, a su jefe y a otros dos niños más en medio de un bosque, junto a un terraplén medio excavado, donde no había absolutamente nada más que lo que ellos mismos traían consigo: unas esterillas raídas, un par de pucheros, un saquito con harina de maíz y unos manojos de plátanos, dos palas, dos picos, una criba y unos plásticos. Los dos mayores improvisaron un chamizo mientras les mandaron a ellos a por agua y leña. De aquella primera noche Assaba sólo recuerda el silbido de las serpientes junto a su cabeza...

Las jornadas comenzaban a las ocho de la mañana y duraban hasta las seis de la tarde. Se turnaban para quitar la tierra con la pala y partir las lanchas de piedra con los picos. Al principio, él sólo hacía lo primero porque el mazo pesaba mucho para su pequeña estatura. Tenían que llenar un camión de ocho metros cúbicos a diario. A veces, éstos llegaban con sus propios porteadores. Pero en muchas ocasiones eran ellos mismos los que tenían que cargarlo. Al tercer día tenía las manos despellejadas.

«Sólo comíamos la pasta de maíz (el tap) y de vez en cuando plátanos y alguna raíz. Si cazábamos algún lagarto también nos lo comíamos. Era papá mismo quién nos traía la comida aunque a veces se olvidaba hasta cuatro días. Entonces casi no podía ni levantar la pala del hambre que tenía. Los fines de semana nos daban unos francos para comprar algo en el mercado. Yo me lo gastaba casi todo en pastillas -de caldo de carne concentrada- para echarlas a la sopa», recuerda Assaba frotándose el estómago con un gesto intuitivo.

Aunque los primeros meses los alternaba entre la casa de su madrastra y la cantera, después pasaba casi todo el tiempo de explotación en explotación. Cambiaban de sitio cuando la piedra se agotaba. Los fines de semana le daban a escoger: si se quedaba trabajando, ganaría algo de dinero para él. Si no, podría descansar (fregando platos) en la casa. Cuatro veces estuvo enfermo y sólo una le llevaron al hospital después de que la vista se le nublara por una diarrea incesante. En aquella cama, Assaba recordó más que nunca a su madre, su colegio y su aldea. Y pensó seriamente en escaparse aunque el miedo al castigo que sufriría si le cogían -latigazos en la espalda, golpes con un palo en la punta de los dedos, encierros y ayunos forzados- le hizo cambiar de idea.


El crío paso casi dos años viviendo en estas condiciones, inhumanas para nosotros y, lo que es más triste, casi normales para él. El día que la policía -a instancias de una campaña internacional contra el tráfico de niños esclavos en esta parte de Africa promovida por Tierra de Hombres- se presentó en la cantera para rescatarlos, Assaba no sintió nada especial. Casi se había acostumbrado. Y todavía no había cobrado el poco dinero que ganó trabajando algún fin de semana. Eso sí que le dolió. Los policías le devolvieron a su aldea y apenas se limitaron a amonestar severamente a sus padres por lo que habían hecho. «Mi mamá se puso contenta. Y mi abuelo más. Hasta mandaron a comprar coca cola para celebrar mi llegada», recuerda ingenuo Assaba.

Continuará…



No hay comentarios: